La jueza argentina Servini ordena la captura de Aung San Suu Kyi por el maltrato a los rohinyás
Jurisdicción universal

Bangkok. Corresponsal
15/02/2025 21:00 Actualizado a 15/02/2025 23:45
Lo que menos debe preocupar a la Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, recluida en un lugar no revelado de Birmania, es el auto de una jueza argentina. Sin embargo, la orden de busca y captura dictada por María Servini, contra ella y veintiún oficiales birmanos, por su persecución de los rohinyás, no es un brindis al sol. Muestra las contradicciones de la jurisdicción internacional, pero también su osadía, celebrada ya como un triunfo moral por los abanderados de estos parias.
Servini ha dado curso a la denuncia presentada hace más de cinco años en Buenos Aires por una organización británica de apoyo a los rohinyás. Es decir, la población de lengua y etnia bengalí residente desde hace generaciones en Birmania, que les niega la ciudadanía.
La orden de detención internacional contra el jefe de la junta militar birmana, general Min Aung Hlain y la entonces jefa de gobierno, Aung San Suu Kyi, entre otros, se justifica según el auto por “los crímenes de lesa humanidad” y los indicios de “genocidio” en la persecución y deportación indiscriminada de rohinyás a Bangladesh, en 2017.
La denuncia partió de la Organización de Birmanos Rohinyá en Reino Unido (BROUK), que en 2019 contrató a un famoso abogado argentino. “Brinda un rayo de esperanza para los rohinyá que han visto como sus familias y su cultura eran destruidas con impunidad“, ha dicho el presidente de BROUK, Tun Khin (cuyo nombre real es Ziaul Gaffar). ”Es valiente y manda la señal de que nadie está por encima de la ley”.
Aung San Suu Kyii, gran dama de la política birmana -el rostro de su padre, Aung San, ocupa los billetes de curso legal desde hace décadas- es un símbolo de la lucha por la democratización de Birmania, país en guerra civil desde hace más de sesenta años. Esta parecía tocar a su fin en 2011, con la apertura del régimen y, en 2016, con su acceso a la jefatura de gobierno a través de las urnas. Sin embargo, el partido afín a los militares impugnó las elecciones de finales de 2021 y a principios de 2022 estos dieron un golpe de estado, que reavivó una guerra civil con tonos étnicos e intrigas internacionales.

La ONG que presentó la demanda en noviembre de 2019 en los juzgados federales de Buenos Aires, añadió que además de los dos notables ya citados, el tribunal emitió el miércoles ordenes de arresto contra otros 21 militares y dos civiles, incluido el expresidente Htin Kyaw.
El caso, independiente de los que se estudian en el Tribunal Penal Internacional y el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya , se presentó en Argentina en virtud del principio de jurisdicción universal para el genocidio y otros crímenes de lesa humanidad. Además de estos cargos, los procesados deberían lidiar con acusaciones de asesinato agravado, violación y tortura, a gran escala.
La ONG, que al principio buscaba la cabeza de Aung San Suu Kyi, pidió en diciembre de 2023 que las órdenes de arresto se ciñieran a los militares, mientras que la fiscalía actuó de oficio en junio de 2024 para incluir los nombres de Suu Kyi y del expresidente, que la jueza Servini ha insistido en mantener.
Esta dispuso en 2021 de la declaración por videoconferencia de seis mujeres rohinyás que, desde el gigantesco campo de refugiados del sur de Bangladesh, contaron -con la traducción de la citada ONG- cómo fueron violadas por soldados en el lado birmano, mientras varones de sus familias eran asesinados. En 2023, un número indeterminado de testigos -cuya identidad no ha sido revelada- acudió a declarar a Buenos Aires.
La brutal represalia que el Ejército birmano lanzó en agosto de 2017 contra la población rohinyá en el estado de Arracán (en la costa norte de Birmania) desencadenó un éxodo de 600.000 refugiados y desplazados al vecino Bangladesh, donde ya vivían hacinados en campos miles de rohinyás, expulsados en dos grandes oleadas, en los años setenta y noventa.

La ONU estima que durante dicha campaña, que en un informe catalogó ”de limpieza étnica con marcas de genocidio“, fueron asesinadas al menos 10.000 personas, mientras que cientos de poblaciones quedaron arrasadas por incendios intencionados.
En noviembre del año pasado, la fiscalía del Tribunal Penal Internacional solicitó una orden de arresto para Min Aung Hlaing por la persecución y deportación de los rohinyás, entre otros delitos de lesa humanidad cometidos a partir del 25 de agosto de 2017 por las fuerzas armadas.
Estas habían respondido de forma indiscriminada al asalto lanzado aquel mismo mes por un millar de yihadistas del Ejército de Salvación Rohinyá contra 24 comisarías de policía y un cuartel militar, con el resultado de docenas de muertos. En su retirada a Bangladesh, los terroristas degollaron también a 99 civiles de su misma etnia, pero de religión hindú.
En la época investigada, Suu Kyi ejercía de Consejera de Estado -en la práctica, jefa de gobierno- mientras que Min Aung Hlaing era el comandante en jefe del Ejército. Suu Kyi defendió su actuación en todos los foros internacionales, para perplejidad de muchos de los que la habían defendido durante sus años de arresto domiciliario.
Luego el citado Min Aung Hlaing encabezó el golpe de estado del 1 de febrero de 2021 que liquidó diez años de transición democrática y devolvió a Aung San Suu Kyi a la reclusión. Exacerbando de paso la guerra civil intermitente. Desde entonces, el gobierno central y sus fuerzas armadas no han dejado de perder terreno, sobre todo en beneficio de las narcoguerrillas étnicas, aunque también han proliferado grupos peor armados y menos amenazantes de la oposición democrática.

Una de ellas, inicialmente tutelada por el Ejército de Liberación de Kachín, es el Ejército de Arakán. Aunque la capital, Sittwe, está fuera de su control, tiene en sus manos el 80% de Arakán, incluidas las zonas de predominio rohinyá, donde han cometido varios desmanes -incendios de poblados incluidos- hasta el punto de reactivar su éxodo, mientras muchos otros jóvenes de esta etnia cumplen el servicio militar con el Tatmadaw, el denostado ejército de Birmania.
El abogado contratado por la organización rohinyá, Tomas Ojea Quintana -que ya conocía Birmania y también ha trabajado sobre los abusos en Corea del Norte- asumió el caso desde el principio, en 2019. Un año antes, había ganado un juicio sonado en Buenos Aires. El del secuestro y tortura de veinticuatro obreros y delegados sindicales de la fábrica de la Ford, en 1976. En él se condenó a a penas de cárcel al gerente y al jefe de seguridad, mientras la multinacional estadounidense se libraba de pagar indemnizaciones.
La jurisdicción universal para crímenes contra la humanidad ya fue esgrimida por el juez Baltasar Garzón para intentar juzgar al dictador chileno Augusto Pinochet. Cuando esa ventana se cerró en España, hace una década, se reabrió en Argentina, donde la magistrada María Servini aceptó juzgar crímenes del franquismo y llamó a declarar al exministro Rodolfo Martín Villa.
La ejecución de estas resoluciones está lejos de estar asegurada. En diciembre pasado, la justicia argentina también ordenó la detención del presidente nicaragüense Daniel Ortega por “violación sistemática de los derechos humanos”.
China considera a Birmania un país estratégico, ya que le da salida al golfo de Bengala, desde donde puede bombear directamente a su territorio entre un 5% y un 6% de sus importaciones de gas y petróleo. Otros países también se han percatado. Excepcionalmente, no solo China, India y Rusia, sino también Japón, han mostrado frialdad hacia las demandas rohinyás.
Medios y ONG
Las entidades de oposición birmana acusan ya la congelación de fondos de USAID
De forma no del todo consciente, el presidente estadounidense Donald Trump podría haberles dado la puntilla, con el congelamiento de las aportaciones a USAID y el plan de cerrar a esta gigantesca agencia humanitaria. Según uno de los portales birmanos perjudicados, el bloqueo afecta a 39 millones de dólares “para derechos humanos, democracia y proyectos de medios independientes”.
Algo que agravará la situación dentro y fuera de Birmania. Según algunas estimaciones, en Arakán solo queda una cuarta parte de la población rohinyá de hace unos años. El sur de Bangladesh es, desde luego, lo que más se parece a su tierra. Tal como dice el diario bengalí más leído, Prothom Alo, “los rohinyá son una etnia con tremendas conexiones étnicas, lingüísticas y religiosas con la Bengala de antaño”. Y con la de hoy en día.
De hecho, los rohinyás hablan el dialecto bengalí de Chittagong, como el propio Mohamed Yunus, “banquero de los pobres”, hoy formalmente al frente de Bangladesh. Sin embargo, Bangladesh se niega a escolarizarlos en su dialecto y tampoco en bengalí standard, para dificultar su facilísima asimilación. Por el contrario, finge su escolarización en birmano -lengua que los niños ni siquiera entienden- con el programa escolar de Birmania o bien los manda a la madrasa a memorizar el Corán en árabe medieval.
Todo para mantener la ficción de que son una minoría birmana, en lugar de una minoría en Birmania. Todo para seguir recaudando cientos de millones al año y mantener entreabierta la puerta del retorno a un país que los rechaza. País al que, según demuestra la experiencia, pasados veinte años, menos de una cuarta parte desea volver.
Represalia militar indiscriminada
Un millar de yihadistas rohinyás atentó contra 25 comisarías y cuarteles a la vez
La inquina de gran parte de la población birmana -y no solo de sus mandatarios- hacia los rohinyás no es nueva. En la época colonial, los británicos eliminaron la frontera entre India y Birmania y llenaron esta última de empleados y trabajadores indios, más formados o más dóciles que los birmanos. Luego, mientras muchos birmanos, con Aung San al frente -el padre de la Nobel- combatían al lado de los japoneses para librarse de los británicos -como lograron- estos últimos se valían de cipayos musulmanes para intentar recuperar terreno.
Poco antes de morir, Nehru accedió a repatriar 300.000 hindúes. Pero Pakistán nunca hizo lo propio, lo que explica que cerca del 90% de los “indios” de Bangladesh sean musulmanes. Para desgracia de los “rohingyas” -un neologismo de los años cincuenta- las 135 etnias de Birmania solo se ponen de acuerdo en una cosa: Los “bengalíes”, así les llaman, no son una de ellas.
La guerra de independencia de Bangladesh, que terminó con la derrota de Pakistán, forzó a muchos más a refugiarse en Birmania. Aunque la bomba demográfica de Bangladesh lleva décadas desbordándose y marcando el debate en los estados indios limítrofes -como Asam- donde pueblos con verdadero riesgo de minorización -no es el caso de los doscientos millones de musulmanes bengalíes- lanzan la voz de alarma.
Ese guante ha sido tomado de forma oportunista por el número dos de Narendra Modi y ministro del Interior, Amit Shah, que la semana pasada propició la histórica victoria de su partido en Delhi DF al prometer “la expulsión de todos los bangladesíes y los rohinyás antes de dos años”.
No ha trascendido aún la opinión del presidente Javier Milei, alguien que al ser preguntado por la dictadura militar argentina contestó que en los setenta había “una guerra” y que hubo “excesos”, pero no un plan sistemático de exterminio. En Naypyidaw deben preguntarse dónde hay que firmar.